miércoles, septiembre 24, 2008

SABINAS

El cielo se tiñe de añil y las nubes enormes pastan lentas como ballenas en busca de krill. Nunca antes había visto anochecer así. Como si el rincón del mundo en el que estamos fuera un lienzo que poco a poco oscurece su acuarela. Oigo el mar rompiendo en las rocas, está apenas a quinientos metros de la casa y desde la mesa en la que escribo puedo verlo aparecer detrás de las sabinas. Me he preparado un te que me caliente la nariz y los pies. Ha llegado irremediáblemente el otoño.
No es esto lo que esperaba de mi viaje y sin embargo, esta nueva isla que se me descubre salvaje y despoblada de habitantes estivales me gusta.
Es como la noche de luna que sigue al día. El frio necesario para entender el calor. La oscuridad que da sentido a la luz. Y una lluvia nueva. Por fín. Una lluvia nunca antes vista. Que no trae recuerdos de otras lluvias, de otros otoños y otros fríos en el alma.

Por la noche el viento solpla y el sonido del mar te arrulla. Vivimos en la casita de un tango o una milonga cantada en una taberna del puerto. De un puerto lejano en el que alguien llora al recordar una vela en la ventana. Un pequeño punto de luz en la inmensidad de la noche de salitre.

He descubierto cuál es mi animal salvaje preferido. El único que nunca nadie podrá domesticar.



El Mar.






Dedicado a todos los pescadores. Los que vuelven a casa y los que no volverán más.

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