martes, abril 12, 2005

GRAN VIA

Por más que intento ceñir mi bufanda al cuello, el viento se cuela por los agujeros en la lana y siento el frío en la piel. Tengo los pies helados desde esta mañana y para colmo el agua de la lluvia se mete por un agujero en la suela de mi bota. Creo que no odio tanto el invierno como creía, a veces me gusta sentirme triste y nostálgica, y el tacto del jersey de lana virgen, la lluvia en las ventanas y el ruido del viento en los árboles pelados son como una caricia que eriza los sentidos más azules. A veces necesito caminar por mis soledades y echar un vistazo al páramo que tengo dentro los días que todo es cuesta arriba. Necesito conocer cada palmo para ser su dueña toda la vida y que nunca se cambien los papeles y me devore entre sus rastrojos (rastrojos de difuntos, Miguel, rastrojos de difuntos).
Ahora apenas veo al cruzar la calle porque el flequillo debajo del gorro se me ha metido en los ojos. Pero no importa porque conozco de sobra la dirección. Conozco el movimiento de la barahúnda en el centro de Madrid según el día y la hora del día. Hoy llueve y hay más prisa: es como en la autopista, hay que circular al mismo ritmo que el resto, no queda otra. Mientras cruzo la Gran Vía por un momento recuerdo la carretera antigua del Cristo a Malagón, por la que montábamos en bici las tardes de verano de hace 15 años. Bajo este cielo gris recuerdo el cielo azul, rodeada de hormigón recuerdo la panocha amarilla moviéndose lentamente con la brisa del estío y entre el sonido de los claxon vuelve el rumor de la chicharra. Y mis pies siguen estando fríos dentro de mis calcetines de lana mojados.
Mi bicicleta lleva años oxidada en el garaje de mi casa, y el viejo camino comienza a oxidarse también en mi memoria. Y tal vez sea demasiado pronto para que los recuerdos me aguijoneen la conciencia, tal vez sea pronto para sentirme cansada, tal vez el frío sea sólo una cuestión psíquica.
Esta primavera compraré una bici nueva, distinta a la que tuve hace 15 años, como distinta soy yo. La meteré en el coche y bajaré allá donde comenzaba la antigua carretera del Cristo a Malagón, me subiré a ella y miraré hasta donde abarca el valle. Mi tierra sin montañas, la planicie sin fin de mi infancia. Y seguiré el rumor de las nuevas chicharras hasta donde me apetezca. Y lo haré así con cada cosa que no quiero perder nunca. Para no volver a sentir tristeza una tarde de invierno en Madrid. Para disfrutar cada momento como un buen vino, y no desperdiciar vivencias ni sensaciones: porque en el fondo me encanta el invierno en Madrid, y el verano en la Mancha.

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